viernes, 6 de mayo de 2011
EL HOMBRE MEDIOCRE
Hay personajes en este planeta que sirven para hacer bulto como Bartolomé.
El día en que Bartolomé Andrés Silvestre nació, no pasó nada. Nadie se alegró, nadie alteró sus planes por él. Ni tan solo su madre, que, estando en una cena muy interesante con uno de sus amantes, le obligó a esperar hasta los cafés. Bartolomé, que des de feto ha sido muy conformista y falto de carácter aceptó, se cruzó de brazos y esperó a su querida madre.
El resto de su vida no fue mucho mejor. Aprendió a andar con su tía Rosario. Un día en el supermercado lo dejó sentado en la sección de congelados y desapareció. Bartolomé, viendo el negro futuro que le auguraba como producto ultracongelado se levantó y andó, cual si fuera santo. Persiguió a la tía Rosario hasta darle caza y fue entonces cuando dijo su primera palabra: ¡Puta!
Bartolomé no se sintió nunca un niño querido, pero le daba igual. Gozó de numerosos padres de los que aprendió un sinfín de hábitos masculinos como pegar a su madre con un cinturón o abrir botellas de cerveza con los dientes. Cursó estudios secundarios en el Instituto Bufarull de Pineda con resultados mediocres. Nunca consiguió vislumbrar la diferencia entre: haber y a ver. En un momento de clarividencia decidió optar por la vida fácil. Dejó los estudios a temprana edad y decidió buscar un trabajo honesto. Uno de los momentos más felices de su vida fue ese en el que lo llamaron de su primer y, por lo que se, último empleo: cobrador en el peaje de la Roca.
Pasaron los años y Bartolomé se sentía muy feliz en su trabajo. Su cabina de cobros era la más coqueta de todas. Estaba decorada a su gusto y se sentía como en casa. De hecho, su casa no era mayor que la cabina de cobros, pero ese sería otro tema. Bartolomé se divertía adivinando la procedencia de los coches que se acercaban y el importe que les cobraría. Su trabajo le llenaba del todo. Yo conocí a Bartolomé Andrés Silvestre en este momento, en su punto álgido como persona humana y cobrador de peajes.
Bartolomé Andrés Silvestre tenía 38 años entonces. Era un hombre normal y absolutamente falto de cualquier tipo de atractivo. Era uno de esos hombres que ni fu ni fa, esos hombres que parece que alguien los pongan en la calle para rellenar. A pesar de todo me sedujo la autoridad con la que me dijo: son 5€. Derrochaba seguridad y dominio en las vueltas y adivinó mi procedencia en un abrir y cerrar de ojos. Le declaré mi amor al instante (como de costumbre) y fuimos al aparcamiento del peaje a disfrutar de la pasión. Me poseyó en ese mismo instante de manera completamente asquerosa. Después de eso intentó mantener una conversación post coital que fui incapaz de aguantar más de 3 minutos. En ese punto, mis órganos vitales empezaron a pedirme a gritos que acabara con eso o, de lo contrario, lo harían ellos. En un acto de supervivencia por mi parte, me marché.
Nunca más supe de Bartolomé Andrés Silvestre y mi vida continuó sin ningún tipo de problema.
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